Hijo de humildes granjeros ingleses, estudió medicina en
el Saint Mary's Hospital, donde más tarde, muy interesado
por los problemas bacteriológicos, dirigiría del
Departamento de Inoculación. Ello, andando el tiempo, le
llevaría a descubrir el poder bactericida del hongo penicillium
notatum, a partir del cual se hizo posible obtener la penicilina,
el poderoso antibiótico que tan inestimables servicios
curativos presta desde entonces a la Humanidad.
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Fleming, a quien en 1944 le fue concedido el Premio Nobel,
fue siempre un hombre humilde, discretísimo, incapaz
de envanecerse. Lejos de ello, cuantas veces se aludía
en su presencia al trascendental descubrimiento, le quitaba
importancia, achacándolo a un puro y simple azar de laboratorio.
Años antes de morir, pero ya en la cumbre de la fama,
una vez hubo de guardar cama como consecuencia de un agudo resfriado.
Cuando, ya restablecido, le preguntaron qué plan había
seguido para curarse, respondió risueñamente:
- Uno muy antiguo: cama y whisky abundante.
- ¡Cómo! ¿Y no se puso antibióticos?
- ¡No, por Dios! -exclamó-. De antibióticos,
ni hablar.
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